Este post se me lleva resistiendo varios días. Tengo tantos sentimientos encontrados que cuando intentan escapar hacen tapón en la salida y la obstruyen. Necesito un embudo emocional (?) que canalice mis sentimientos, los ponga en orden y les indique cómo salir, sin mucho jaleito por favor, que no está el horno pa’ bollos.
Ahora mismo me encuentro sola en una casa en la que reina la paz. Una casa invadida por el silencio.
Una casa en la que hace apenas dos días las risas y la música decoraban el telón de fondo.
Una casa que es la mía, pero que ya no reconozco.
He pasado de estar viviendo con unas diez personas más, a encontrarme de repente sola.
Hace unos días era #AchoPecháFestiña, hai que beber auguiña, el horrible licor café y el Larios con tinto Fanta SevenUp; era también el awarbí, MALAGALABELLA y la #PésimaOrganización; fueron también todos los bailes, las murcianas que enseñan a gallegos a bailar sevillana en Málaga, el overbooking en la casa, el quedar empate en el 2K por no seguir jugando y ser como los niños de Ned Flanders; era también la música y el WiFi de mierda, los “mi madriiiña”, el tosú, la playa y el calor aplastante; era también las fuentes de la feria y los pezones transparentados, así como también eran las comidas juntos, el salir todas las noches al Real y casi todos los días a la Calle Larios hasta arriba de Cartojal; era el reírse, el pelearse, los disgustos y el quererse a rabiar.
Ahora es silencio.
No es fácil decir adiós…
En cuestión de una semana me he enfrentado a mis primeras despedidas. Pero despedidas de verdad. La primera fue el miércoles pasado con mi tía, que volvía a Finlandia. En ese momento me di cuenta que no sabría cuándo volvería a verla. Ni yo iría a Finlandia ni, por mucho que viniera ella a España, podríamos vernos. Yo estaré en la otra parte del mundo.
Después llegaron las despedidas de esos amigos que tienes lejos y que vienen, precisamente, porque te vas sin billete de regreso. Porque la distancia que os separará no hay autobús que la salve. Y es ahora o a saber cuándo.
Estas primeras despedidas me han ayudado a comprender –aun más- la magnitud del viaje –y de mi plan de vida en general-. Hasta hace un par de días tenía clarísimo qué quería para mí aun a sabiendas de los sacrificios que conllevaría. Pero no me había percatado de lo duro que iba a ser. Siempre se dice que los que más echan de menos son los que se quedan, no los que se van, y creo que al ser yo la que se va no me había dado cuenta de lo mucho que dejo atrás.
Si realmente no vuelvo a España hasta dentro de cinco años, mis sobrinos tendrán nueve, doce, diecisiete y veinte años respectivamente; y mi perrita, que actualmente tiene doce, dudo que viva para entonces. Por no hablar de que puede caer sobre algún ser querido esa cosa que rima con «suerte»…
Cinco años son muchos años, y ahora es cuando tomo consciencia de ello y comienzo a procesar lo que está por llegar. Y me da miedo. Me da miedo porque no puedo desdoblarme y vivir allí y aquí a la vez. Me da miedo porque no quiero perderme tantas cosas. Me da miedo porque comienzo a dudar.
Pero si no hago hoy mis sueños realidad, ¿cuándo los haré?
El momento perfecto es ahora.
Me da miedo, sí, pero es algo que debo superar. No puedo esperar a hacerlo cuando pase el miedo. ¿Sabes por qué? Porque nunca se me va a pasar, nunca se irá. Siempre he sido de esas personas que jamás se sienten preparadas para afrontar las cosas grandes que se les vienen encima. Nunca he sido lo suficientemente valiente como para dar pasos adelante sin miedos ni ansiedades. Será duro, pero joder, merecerá toda la pena derrochada.
Además, gracias a las despedidas también comienzo a comprender a quién importo de verdad, quiénes son los que me desean lo mejor desde el cariño y el amor que sienten. Incluso comienzo a sospechar quiénes son los que tendrán los brazos abiertos para cuando regrese, y a quiénes probablemente no volveré a ver más.
O quizás todo esto sea un enorme delirio febril causado por una semana de pura fiesta que no me deja pensar con claridad (ni hablar, que estoy afónica).
Ahora toca reposar.
Como diría un gran amigo gallego: estoy “felizmente cansada”.
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