Hasta los veinte años estuve viviendo en la misma casa toda mi vida, por lo que, por extensión, había vivido dos décadas sin cambiar de barrio. Luego me mudé a Murcia, donde viví en dos barrios diferentes, luego me mudé a otros dos en Málaga, y ahora estoy viviendo en otro.
Mi madre sigue viviendo en la misma casa, en el mismo barrio.
Y cuando voy a visitarla se producen en mi interior algunos choques. Es cierto que ya no son tan fuertes como al principio, pero siguen dándose. Cuando regresé a Torremolinos después de haber estado un año viviendo fuera, me sentí muy extraña. En el centro de la ciudad todo estaba patas arriba: carreteras peatonalizadas, calles llenas de vida, de música, de terrazas, de esculturas. Sin embargo, mi barrio seguía igual.
¿Y qué tiene eso de extraño?
Pues que un año da para MUCHAS cosas. Son más de trescientos días. Yo había experimentado tantas vivencias, conocido a tantas personas, aprendido tanto, que no era la misma persona que se fue. Y no me entraba en la cabeza cómo después de un año todo siguiera igual allí. Pero no me refiero a los edificios o tiendas, me refiero a las personas también: el mismo grupo de amigos que se sienta en la misma escalera, los mismos vecinos paseando a la misma hora a los mismos perros, e incluso la misma mujer pidiendo dinero en la misma puerta del mismo Mercadona.
Para mí era como si el mundo se hubiera adelantado dos siglos y mi barrio siguiera en el s. XVIII, como si allí no hubiera pasado el tiempo, como si todo el decorado y los personajes pertenecieran a una obra de teatro que se representa todos los días sin cambios en el guion.
Y a mí eso no me entraba en la cabeza.
Sentía que todo lo que pertenecía a mi barrio había desaprovechado un año de su vida. Y sólo quería gritarle al mundo que se fuera, no hacía falta lejos, simplemente que saliera de su zona de confort, que se retase a sí mismo para conocerse mejor, que experimentara otra vida, que explorase.
Porque esa sensación no sólo la viví en mi barrio, esa sensación se extendió por mi casa (bueno, la de mi madre), por mi familia, por mis amigas… Me extrañaba tanto que hubieran vivido un año tan parecido al anterior que no encontraba las palabras para explicar lo mucho que puede cambiar una persona, una vida, con verdaderamente pequeños actos.
Yo era tan diferente y mi barrio -y todo lo demás- tan igual que hasta me llegó a asustar que esa «igualidaridad» (?) se me contagiara. No sentía que perteneciera de donde venía, pero sabía que ya tampoco pertenecía a donde volví.
Y al principio me desconcertó, pero luego me sentí aliviada porque supe que quiero vivir así. Quiero seguir retándome a mí misma para ver hasta dónde soy capaz. Quiero seguir cambiando, aprendiendo, experimentando, mutando. Que me de pena irme de un lugar, pero que la pena no sea tan grande como para retenerme. No quiero más rutinas que las justas y necesarias, o simplemente tanta rutina como quiera y me apetezca tener.
Quiero vivir en constante cambio.
No quiero más fotocopias anuales. Quiero una copia única de cada año.
__________________________________________________
Días de abecedario
Es un juego en el cual escribimos durante 26 días seguidos utilizando cada una de las letras del abecedario. Revolvemos recuerdos, posamos la mirada en los detalles, imaginamos, escribimos sobre viajes verdaderos, internos, poblados. Escribimos sobre calles, sombreros, tortas de manzana, aromas, detalles pequeños, sensaciones, pájaros, utilizando las letras del abecedario.
Si quieres más información clickea aquí.
Por cierto, todas las fotografías que acompañarán a cada palabra las he realizado yo, así podéis ver un poquito más de mis fotos. Muchas de ellas no están publicadas en ningún lado, así que con este proyecto podré hacer algo con casi treinta fotos que me gustan y tenía guardadas 🙂
Deja una respuesta