Crónica de un mal día de trabajo

Esta mañana, cuando desperté (el dinosaurio todavía estaba allí), lo primero que hice fue buscar la leche. Miguel todavía dormía, pues su turno de trabajo comenzaba a las diez; no como el mío, cuyo inicio se daría a la friolera hora de las cuatro. De la madrugada. Por lo que debía buscar la leche con sumo silencio.

No hubo forma de encontrarla.

Soy una persona que a la hora de guardar sus pertenencias hace uso de la costumbre, siempre procuro dejar todo en el mismo lugar. Por eso, cuando algo no está en su sitio, me desubico y pierdo toda orientación sobre el paradero del objeto perdido.

Finalmente, encontré el paquete de leche (en polvo) debajo de la cama y sin despertar a Miguel. Objetivo cumplido.

 

Mientras desayunaba apresurada por el tiempo perdido buscando la leche, debería haberme dado cuenta entre cucharada y cucharada de que el pequeño episodio de la lactosa extraviada no era más que un enorme presagio de lo que acabaría ocurriendo a lo largo del día.

Pero yo en aquel momento, cándida de mí, no me di cuenta de nada.

 

Cuando llega la hora de salir para el trabajo apuro mis cereales, me visto y saco la moto. Más bien, intento sacar la moto, pues se me hace imposible. Creo que una de las ruedas debe estar enquistada en una especie de hoyo pequeño. Insisto e insisto tironeando con mis manos, linterna en boca (pues a esas horas intempestivas ni la luz se ha despertado todavía), pero nada. La moto ha decidido quedarse.

Hasta que cede un poco y consigo sacarla. Bien, ahora sólo queda girar la llave a «on», apretar el freno, poner primera, encender la luz y arrancar… y arrancar… y arran… arra… a…

No arranca.

Así que decido mirar en derredor por si encontrara el culpable de la detención del vehículo. Me despisto de tal manera que CAPUM, la moto se cae. Así que de nuevo linterna en boca intento levantar la moto que pesa mil demonios. Me pongo en una postura, en otra, desde un lado, desde el otro, sudo, babeo por la linterna, tiro, cambio de sitio, vuelvo a tirar y sigo sudando y babeando y sudando. Hasta que la impotencia y la desesperación comienzan a llamar con un picor en la garganta y una acuosidad lacrimal tal que decido hacer justo lo que intenté evitar durante mi búsqueda de la leche: despertar a Miguel.

Eh… ¿sí? … ¿qué pasa? hmm… sí… ya voy.

Llega un somnoliento Miguel con su metro noventa y ¡pluf! levanta la moto como si de una pluma se tratara, sin ningún esfuerzo y en cuestión de cinco segundos, y yo maldigo mi fuerza de peo.

Diez minutos de atraso… doy las gracias, dejo a Miguel con la moto a ver si la hace arrancar y me voy al trabajo linterna en mano. Ya que iba a llegar tarde, que fuera lo menos tarde posible.

 

Como trabajamos con vacas que, como todo ser viviente, defecan, nuestra indumentaria laboral se compone de varias piezas para proteger el cuerpo del agua y los excrementos. La primera capa son calcetines, leggins y camiseta de mangas largas (opcionalmente puedes añadir una chaquetita si hace frío). La segunda capa de ropa se compone de otros calcetines más gordos con botas de agua, un mono granjero style y un chaquetón impermeables. Éstas prendas son las que tienes en casa, la capa final de ropa te la pones en el trabajo, y consta de unas mangas impermeables, un enorme delantal y unos guantes de látex.

 

Y esto no sería una crónica de un mal día de trabajo si no fuera porque las mangas impermeables estaban mojadas en la zona de las muñecas. Intenté buscar otras que estuvieran secas, pero no eran de mi talla. Así que hice la peor decisión del mundo: primé talla antes que sequedad. Y claro, pasó lo que pasó.

 

Al entrar a trabajar a las cuatro de la madrugada siempre hace frío, y uno no sabe cómo de fresco o caluroso va a ser el día hasta bien entrada la mañana. Y no, en Nueva Zelanda no sirve mirar el día antes el Tiempo: siempre fallan. SIEMPRE (si hay un meteorólogo en paro en la sala por favor que se mude a Nueva Zelanda, gracias). Así que volví a cometer un segundo error: pensar que sería un día caluroso por haberlo sido el día anterior. Así que no me puse mi chaquetita.

 

Al principio se me mojaron las mangas de la camiseta de mangas largas que llevaba debajo, pero no le di importancia. Sin embargo, a medida que pasaban las horas, iba notando cómo se me iban humedeciendo más las muñecas, el antebrazo, el codo… e iba amaneciendo pero el sol no se dejaba asomar. Y yo iba teniendo cada vez más y más frío. No podía comprender qué estaba pasando para tener ambos brazos mojados. ¿De verdad una manga puede mojar tanto? Temblaba de frío, me dolían los músculos de tenerlos agarrotados, y hasta comencé a notar la humedad en mis costillas y en los pechos (no uso sujetador), y yo ya no sabía si era cosa de mi imaginación o me estaba mojando realmente. Y llegué a tener tanto frío y a sentirme tan mojada que sólo quería llorar y no paraba de pensar en quién me había mandado a irme tan lejos, por qué mierda querría yo una WHV seré tonta debería haberme quedado y haber solicitado una beca unas practicas profesionales lo que fuera pero como mucho dentro de Europa y en una oficina calentita oggg Marta ¿por qué eres tan inconformista? Siempre tan ambiciosa quires más quieres libertad pues ea toma libertad muérete de frío mientras haces un trabajo durísimo (es duro de verdad), lista, que eres mu’ lista.

 

Seguramente estaréis pensando «será tonta, ¡pero si tiene una chaqueta, que se la ponga!». No es tan fácil cuando toda tu ropa está llena de caca de vaca y tienes varias capas y no puedes desatender tu trabajo. Así que tocó apechugar.

 

Estaba yo pensando en lo a gusto que estaría en una oficina con calefacción cuando CAPUM, toma coz bovina en mi muñeca. Vi las estrellas. De verdad, no le deseo a nadie que una vaca le de una coz, porque duele lo que no está escrito. Y una parte de mi trabajo consiste en coger las cups que ordeñan a las vacas y ponérselas/quitárselas con movimientos de muñeca. Así que tocó apechugar de nuevo más dolorida y mojada si cabía. Work is work.

 

Veo la luz cuando todas las vacas han sido ordeñadas y sólo queda limpiar para volver a casa. Pero como esto es un mal día de trabajo, no uno regular, ocurrió que di dos pasos y PUM pisé sin querer una manguera y se desató el caos. El cabezal de la manguera se salió y ésta comenzó a moverse como si de una serpiente se tratara, arriba y abajo y un lado y otro mientras no paraba de echar agua y mojándolo todo y no había manera de cogerlo porque era súper escurridiza y había al lado una vaca que comenzó -literalmente- a cagarse del miedo y yo intentaba coger la manguera, nada; intentaba encontrar el grifo de la manguera (ya que el cabezal por donde se corta el agua se había separado) y nada. Hasta que vino un compañero de trabajo a ayudarme y cortó el agua.

 

Resultado: una Marta con el pelo, la cara y toda la espalda (la única parte impermeablemente no cubierta) chorreando. Estaba calada y notaba cómo el frío se apoderaba de mis huesos. Miro el reloj y todavía quedaba UNA HORA para acabar mi jornada laboral. Así que, derrotada, me puse a limpiar.

 

Son las diez, acaba mi turno y comienza el de Miguel, quien me ayuda a ponerme las dos chaquetas porque yo estaba literalmente helada. El hecho de mover los dedos era una hazaña dolorosa. Ya abrigada, vuelvo a casa por un camino digno de Silent Hill: todo gris, frío y nublado. Cuando el día anterior había dado las gracias por tener una gorra con la que combatir el fuerte sol. Así es Nueva Zelanda…

 

Llego a casa y en el patio comienzo a quitarme la ropa, que a veces se complica por las botas y el mono. Tengo ganas de hacer pipí. La ropa no se quita. Las ganas aumentan. Me deshago de la ropa. Corro hacia el servicio y sólo meo la mitad en el wáter. La otra mitad me la he meado encima, tal y como me ocurrió en otro mal día de trabajo.

 

Sentada en el wáter, con las bragas, los leggins y los calcetines miccionados, la espalda mojada y la muñeca dolorida, sólo pude pensar «esto no puede ir peor». Y me fui directa a la ducha.

 

Llevaba varias horas soñando con el momento de llegar a la ducha y ponerme bajo un chorro de agua calentita. Pero había un detalle que no había tenido en cuenta: estaba helada. Por lo que el contraste con el agua de la ducha me hacía muchísimo daño en varias zonas de mi cuerpo: el agua templada para mis muslos era agua fresca y para mis manos o pies era agua hirviendo. No sabía qué hacer más que ducharme con agua tibia para no quemarme las zonas más frías. Adiós a mi ducha con agua caliente.

(aunque he de confesar que al tiempo mi termostato corporal se reguló y pude disfrutar un rato de ducha calentita revitalizante).

 

Y aquí estoy, en la cama hecha un rollo de kebab de mantas comiéndome un Kit-Kat mientras escribo estas líneas. Mejor desahogarme escribiendo que llorando descolodamente, ¿verdad? 😜

Marta Diarra Lampi

¿Has tenido alguna vez un mal día de trabajo, de universidad o, simplemente, un mal día; de esos que piensas «de aquí ya sólo puede ir a mejor» y va y empeora? Si es así (¡seguro que sí!) te invito a compartirlo en los comentarios. Así podremos apoyarnos los unos a los otros y hacer menos amargos y más divertidos los días de mierda 💩💩💩

 

2 respuestas a “Crónica de un mal día de trabajo”

  1. Ay mi niña, lo que me he reído contigo 😂😂😂 Pero sí, fue un mal día pero lo afrontaste como una campeona. Estoy muy orgullosa de ti.

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  2. […] de nuestra habitación y de las montañas que rodeaban el campo… pero también me acuerdo de mi peor día de trabajo y de aquel día que trabajando me encontré a una vaca enferma tirada en la hierba exhalando sus […]

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