Nunca he sido de darle especial importancia a los cambios de año. Ni mucho menos de hacer balances, introspecciones, propósitos ni nada parecido.
Pero este año ha sido diferente.
Los últimos días del 2017 me tuvieron muy reflexiva. Pensaba en el trabajo, pensaba en mi tiempo libre, pensaba antes de dormir… pensaba en todo lo vivido en el 2017. Y llegué a la conclusión de que no ha merecido la pena.
2017 ha sido un año duro. Durísimo. Y muy triste.
Demasiado.

Me releo en aquel primer post que escribí hace un año a la desesperada, y en mis palabras me noto mejor de lo que realmente estaba. Recuerdo haber sustituido palabras como «huir» por «querer irse» para autosuavizarme el malestar. La huida la haces cuando tienes miedo y quieres evitar un peligro.
Y así me sentía: con una amenaza pisándome los talones.
Lo supe antes de vivir todo lo que se me vino encima. Esas navidades fueron difíciles. Ese año nuevo fue difícil: había vuelto a una ciudad a la que no quería volver, y para ello había rechazado oportunidades que deseaba aprovechar. Estaba estudiando en una Universidad en la que no quería estudiar, por lo que no me pude adaptar bien al regreso. No me pude adaptar ni a mis compañeros de clase. Y además, Miguel tenía en su cuenta bancaria 21€ y yo en la mía más o menos lo mismo, y no tenía ni idea de cómo saldríamos del paso.
El resto, si habéis leído todos mis posts, ya lo sabéis: finalmente salimos del paso trabajando mucho en todos los aspectos que «trabajando» puede abarcar, fui cayendo en una espiral de insatisfacción tal que sólo quería marcharme lejos y sola y desaparecer. Pero también fuimos cumpliendo todos los objetivos que nos propusimos, hasta llegar a donde estamos hoy.

Por eso digo que 2017 no ha merecido la pena. Porque nada debería merecer mi pena. Puede merecer el esfuerzo, merecer el sacrificio o la constancia, pero jamás debería merecer la pena. Es como si sólo con tristeza pudieran lograrse los objetivos. Creo que habiendo hecho las cosas un poco diferentes habría alcanzado los mismos resultados sin tener que pasar por tanta penuria.
Y ese ha sido uno de los aprendizajes que saco de este 2017. Puede sonar a cliché facilongo y repetitivo, pero es real: sigue a tu corazón, instinto, alma… llámalo como quieras, pero síguelo. Hay veces que conscientemente no estamos seguros de algo, sin embargo tenemos esa pequeña vocecilla que nace del subconsciente y que intenta decirnos algo que en el fondo ya sabemos, pero que no logramos ver con claridad.
Yo tomé varias decisiones a través del miedo. Aposté por lo seguro en lugar de por lo que verdaderamente quería, aunque fuera más arriesgado. ¿Logré mis objetivos? Sí. ¿Mereció la pena? Jamás. ¿Creo que podría haber logrado mis objetivos siguiendo a mi instinto? Sí. Habría sido más difícil pero sí, creo firmemente que tarde o temprano lo habría conseguido.
Todos estos pensamientos me rondaron la cabeza los últimos días del año. Y me daba rabia porque debería haber estado focalizando mis reflexiones en la meta, no en el camino, porque ahora estoy siendo inmensamente feliz. ¿Para qué gastar el tiempo regurgitando malas sensaciones? Pero era algo que no podía evitar. No puedo evitar pasarme la vida reflexionando y autoanalizándome.
Hasta que llegaron los fuegos artificiales.
El 31 de diciembre de 2017 Miguel y yo nos fuimos a Queenstown a celebrar el paso de un año a otro. Nos sentamos a la orilla del lago, a esperar que el reloj diera las 00:00, yo con doce ositos de gominola (no me gustan las uvas) y Miguel con sus doce uvas, para no perder la tradición. De repente el coro general hace una cuenta atrás, nos comemos nuestras «uvas» lo mejor que podemos y… comienzan los fuegos artificiales.

Estaba en primera fila sentada a la orilla de un lago, en una ciudad preciosa de un país alucinante y con la persona que amo, haciendo mis sueños realidad y viendo cómo una explosión de luces y colores y magia caía como lluvia sobre mí. He visto muchísimos fuegos artificiales, pero jamás los había visto desde un punto de vista que diera la sensación de que las chispas fueran a salpicarme. Fuegos enormes, coloridos, en espirales, oblicuos… y sentí cómo con cada explosión el peso de todos los males que había guardado del 2017 se iban diluyendo.
Cada estallido de color reventaba un mal recuerdo.
Así que cuando el espectáculo terminó, con los ojos aun brillando de ilusión, me sentí muy ligera y aliviada. Comprendiendo mejor que nunca la aborrecida frase «año nuevo, vida nueva». Pudiendo mirar a los ojos a Miguel, y felicitarle esta vez a la cara e in situ: feliz año neocelandés, mi amor.

P.D: otra actividad en la que invertí mi tiempo antes de entrar al 2018 fue revisar antiguos proyectos fotográficos. Vi todo mi Proyecto 365 días, en el que del 26 de junio de 2015 hasta el 25 de junio de 2016 saqué una fotografía diaria, y me emocioné mucho al recordar ese año.
Así que me he decidido a volver a hacer un nuevo Proyecto 365 días, que podrás ir viendo en esta página.
Responder a tecuentodeviajes Cancelar la respuesta