Ya llevamos más de medio año en Nueva Zelanda.
Después de trabajar durante dos meses en la granja, con el dinero ahorrado estuvimos tres meses de vacaciones: dos recorriendo el país y visitando Rarotonga y un mes haciendo dos Housesittings, uno en Naipier y otro en Levin.
Después de los tres meses de parón, había que volver a trabajar para seguir ahorrando y viajar. Como se acercaba el invierno y queríamos solicitar la extensión de la Work and Holiday Visa, decidimos aplicar sólo a trabajos en pack house, es decir, en fábricas de empaquetado de verduras.
Así fue como llegamos a Ohakune, un «pueblo» (lo pongo entre comillas porque básicamente son un par de calles largas) en el que, durante el mes que he estado aquí, he sentido todo un revuelto de emociones.

La llegada
Comenzamos a trabajar un cinco de abril, el día después de mi cumpleaños. Como en todos los trabajos no cualificados, nada más llegar comienzas a trabajar casi sin instrucciones previas. Simplemente te pones a hacerlo, como si llevaras toda la vida ahí.
¿Seleccionar zanahorias malas y feas para quitarlas de una cinta? Bah, eso es fácil, puede hacerlo cualquiera. Y sí, lo es, es el trabajo más fácil del mundo. Y aburrido. Y algo doloroso. Son ocho horas de trabajo en los que estás de pie, en la misma posición, haciendo los mismos movimientos de mano a cierta velocidad. ¿Lo puede hacer cualquiera? Sí. ¿Lo aguanta cualquiera? Eso habría que verlo…

Bueno, en realidad no son ocho horas, son siete y medio, porque cada dos horas tenemos un breve descanso, siendo el del descanso del almuerzo de una hora.
En el primer almuerzo conocí a los que serían mis compañeros de trabajo en adelante. Todos jóvenes, con el mismo visado que yo, con las mismas intenciones que yo. Checos, japonesas, coreanos, italianos, alemanes, maoríes, neocelandeses… y nuestros jefes chinos.
Si eso no es interculturalidad ya me diréis.
Suena la sirena. Se acaba el descanso. Hay que volver a trabajar.
La fábrica
La fábrica en la que trabajamos se dedica principalmente a la cosecha, recolección, empaque y distribución de patatas y zanahorias a toda Nueva Zelanda. Mi trabajo consiste en la selección (grading) de verduras malas, que van pasando por una cinta y yo debo eliminar las que son feas, están podridas o rotas.
Miguel en cambio se dedica a empaquetar (packing) las verduras. Tiene que hacer cajas, embolsar y montar las cajas listas en los palés que otros compañeros, que tienen el carnet, se se llevan con la carretilla elevadora.

La fábrica está a 10 minutos en coche de Ohakune, o lo que es lo mismo: está en medio de la nada. Estamos rodeados de campo, ovejas y vacas. Por lo que si necesitamos cualquier cosa de la ciudad, como hacer la compra o tener un buen acceso a Internet, tenemos que coger el coche.

La cabina
Después de haber estado cinco meses sin pagar por ningún tipo de alojamiento en Nueva Zelanda (hemos vivido en nuestra van, hecho housesitting y en la granja nos dieron casa gratis), tuvimos que enfrentarnos al pago de un alquiler. Se acercaba el invierno y no queríamos vivir en el coche.
Preguntamos en diferentes alojamientos en Ohakune y la opción más barata era de 100 dólares la habitación.
Cada uno.
A la semana.
Es decir, que pasaríamos de no haber pagado nada en cinco meses a pagar cuatrocientos dólares cada mes. Auch…
Sin embargo, por 70 dólares cada uno, la fábrica nos proporcionaba una cabina que consistía en eso, una cabina con una litera, un radiador y un «»»armario»»» a unos minutos a pie de la fábrica, donde están la cocina, el wáter, la ducha y un Internet a pedales.
Nos conformamos. Era lo más barato y queríamos ahorrar. Además, nosotros no somos nada pijos, con eso nos sobraría.
Y así fue. Durante los primeros días.

El insomnio
Tras mi primer día de trabajo me dolía todo el cuerpo, hasta músculos que ni sabía que tenía. Me dolía la espalda, los pies y un dedo que se me había hinchado, estaba mojada (no sabía que trabajaríamos con agua) y sólo quería tumbarme en la peor cama del mundo: la de la cabina, ya que era donde viviríamos.

Imagináos si era incómoda la cama que peferimos usar el colchón de nuestra van. Idea perfecta porque nos arregló el problema.
O no.
Durante la primera semana no es que no pudiera dormir bien, es que me encontré con un patrón. Todas las noches, a partir de las tres de la mañana, me despertaba. A las 03:08, a las 03:38, a las 04:08, a las 04:38… así hasta que sonaba la alarma a las 08:00. A veces me despertaba a las y 9 o a las y 50, pero más o menos ese era el patrón.
Estaba sobre un colchón cómodo, cansadísima, con ganas de dormir para descansar de una vez por todas. Pero no podía.
Y no tenía ni idea de por qué.

El encontronazo emocional
Estaba en un trabajo que no me gustaba, en el que hace un frío anormal para ser la isla norte y con problemas para dormir. Pero si estaba en ese trabajo era por una razón: para extender la duración de mi visado. Las condiciones de mi visado actual sólo me dejan estar en Nueva Zelanda por 12 meses, pero si trabajara durante tres meses en esa pack house, como «recompensa» Inmigración de Nueva Zelanda nos permitiría estar en el país 15 meses. Es decir, tendríamos tres meses extra para trabajar y ahorrar, lo que nos vendría genial.
Pero no estaba siendo feliz. Y nadie me obligaba a estar donde estaba.
Miguel sin embargo estaba muy contento, haciéndose amigo de un checo, hablando durante sus horas de trabajo. Yo, en cambio, tenía de compañero al único hombre gruñón de la empresa. Sólo con deciros que una compañera, nada más verme trabajar con él, me dijo he’s horrible, isn’t he?
Recuerdo mirarla con extrañeza y decirle que no, horrible no. Bueno… pues lo es. Habla muy, muy mal; no pide, exige y falta muchísimo el respeto. La empresa es genial, los compañeros son geniales, los jefes son increíbles (nos traen comida en todos los descansos y antes de irnos a casa nos dan las gracias), pero ese hombre es un Grinch de la Navidad.
Y yo me estaba convirtiendo también en uno.
Me sentía mal, cansada, confusa y enfadada. No sabía qué hacer, no quería trabajar allí pero quería conseguir la extensión. Todo era puro cansancio y caos.
Hasta que llegaron dos momentos clave.

La tormenta
Aquel día, mientras trabajábamos, hubo una tormenta que yo me atrevería a llamar ciclón. De un momento a otro, comenzó a llover tan fuerte que ni siquiera podíamos hablar entre nosotros por el ruido ensordecedor de la lluvia. Si mirabas hacia el exterior, sólo podías ver un velo blanco creado por la fuerza con la que caía la lluvia.
Después comenzó a granizar.
El viento arrancó un tendido eléctrico.
Nos quedamos sin luz.
Esperamos lo que me parecieron mil años sentados a que arreglasen la luz. Haciendo nada. Por lo que ese día acabamos aún más tarde de trabajar, y mucho más cansados si cabía.
Por culpa de la tormenta, los días siguientes de trabajo fueron muy duros porque había que recuperar el ritmo de producción perdido. Pero no sólo eso, sino que el Gobierno Neocelandés decidió hacer un corte de luz para arreglar los desperfectos eléctricos que la tormenta había causado en los alrededores de Ohakune, así que para no perder ese día tuvimos que trabajar en nuestro único día libre.
Resultado: siete días seguidos trabajando sin descanso y a un ritmo anormal.
Eso sí, destaco a nuestro jefe, que nos pidió mil veces perdón y la semana siguiente nos concedió sábado y domingo libres como compensación, y nos prometió que las cosas «serían más fáciles a partir de ahora». Y así fue, el ritmo de la producción bajó.
La nevada
Eran al rededor de las tres de la madrugada. Miguel se despertó para salir a hacer pipí (os recuerdo que el wáter está dentro de la fábrica, a unos cinco minutos a pie). Cuando vuelve, va y me dice «Marta, está nevando». Claro, yo pensaba que sería la típica nieve que ni siquiera cuaja al llegar al suelo. «He hecho una foto, ¿quieres verla?».

Estaba nevando. Fuerte. ¡Eso era toda una nevada a principios de otoño!
Así que al día siguiente ya os lo podíais imaginar: los grados bajo cero y una capa de nieve cubriéndolo todo. Cabe destacar que si odio la lluvia y el clima frío, por extensión odio la nieve por ser precisamente fría y mojada.
Ese fue un duro y frío día de trabajo.



Al llegar a casa le dije a Miguel basta, que no podía más. Entre el insomnio, el dedo hinchado que no paraba de crecer y me impedía cerrar la mano, el coñazo de tener que salir afuera para cocinar, ducharme (con agua caliente limitada), mear o tener un poquito de Internet, entre los bajones que me daban cada vez que el Grinch me hablaba mal, el frío que lo estaba llevando fatal y la sensación de no poder aguantar allí por tres meses, me hicieron explotar.
Por suerte Miguel tuvo las palabras perfectas para mí. Me dijo que por encima de todo estaba nuestro bienestar, que no teníamos por qué seguir allí, que teníamos dinero ahorrado, que podíamos ir a cualquier otro sitio. O él quedarse allí y yo buscar un trabajo que me guste en Ohakune.
Que podíamos ir al médico a ver mi dedo.
Y, sobre todo, que podíamos mudarnos. Que quizás mi insomnio estuviera causado por un malestar psicológico. Si no te gusta tu trabajo y vives en él, ¿cuándo desconectas? Que cobrábamos bien en la empresa, que nos podíamos permitir pagar más, que no hacía falta ser tan estrechos.
A los dos días dejamos la cabina.

La mudanza
Ya os comenté que el lugar más barato que encontramos fue 200 dólares la habitación. El sitio está en Ohakune pueblo, a 10min en coche del trabajo, y nuestro nuevo alojamiento consiste en una cama de matrimonio, un escritorio, BAÑO Y DUCHA PROPIA DENTRO DE LA HABITACIÓN CON AGUA CALIENTE ILIMITADA, Internet ilimitado y una pequeña cocina. Encima, nos limpian la habitación semanalmente. Más que habitación, es como un estudio.
Así que lo único que está fuera y se comparte es una cocina más equipada, la lavadora y un jacuzzi. Sí, como leéis, un jacuzzi.
Desde la primera vez que dormí en nuestro nuevo hogar, no he vuelto a tener insomnio ni una sola noche.
El cambio
Desde que nos mudamos, todo fue a mejor: me sentía más contenta y enérgica para trabajar y la relación con los compañeros se ha fortalecido mucho: salimos por ahí, quedamos, nos vamos de fiesta, nos reímos, bromeamos… Todos somos diferentes, cada uno de un país más particular que el otro, con edades comprendidas desde los 20 años hasta los 37; unos acaban de salir de una larga relación y otros tienen ya hijos. Somos diferentes pero hemos creado un grupo muy bonito -y divertido- de amigos.

Y con el tiempo me he acostumbrado al trabajo, ya no me duele el cuerpo, he aprendido a ignorar al Grinch y, más importante aún, YA NO SOY SU COMPAÑERA DE TRABAJO. Así que la interacción con él es nula.
Estoy aprendiendo a gestionar mejor el frío, ya no lo sufro tanto como antes (veremos cuando se acerque más el invierno), y estoy empezando a adorar a este pequeño pueblecito. Es muy pequeño, por lo que se hace fácil de recorrer y muy acogedor, siempre nos encontramos a alguien conocido en la calle o en el supermercado; pero Ohakune es lo suficientemente interesante como para no aburrirte: tiene pubs, rutas de senderismo en sus alrededores, cascadas que visitar, está a los pies del Tongariro Alpine Crossing (un volcán activo cuya ruta está considerada como una de las más bonitas del país y del mundo para hacerte en un día) y, lo que más me gusta: el Ruapehu.





Os lo digo totalmente en serio, estoy enamorada hasta las trancas de esta montaña. No siempre se deja ver por capricho de las nubes, pero cuando lo hace… de verdad, es impresionante verla ahí tan grande, tan imponente en el horizonte. Vas caminando o conduciendo y PUM, ahí está, tan enorme que casi te la comes.



No existe fotografía que pueda hacerle justicia.
El Ruapehu es lo que más me gusta de este pueblo.
Estoy empezando a adorar a este trocito neocelandés y a la vida que estoy creando aquí, pues es como otra vida nueva que estoy viviendo (lo de las vidas lo explico en este post). Ahora estoy siendo no la viajera ni la sedentaria, sino la joven que se ha ido a Nueva Zelanda con una Work and Holiday Visa y la está viviendo con otra gente que está allí por el mismo motivo.

Cuando llegué a Ohakune, le dije a Miguel que me sería imposible durar aquí tres meses.
Ahora, cuando pienso en la fecha de partida, me pongo triste.
Curioso, ¿eh?
Deja una respuesta