En realidad este post lo escribí hace mucho tiempo, hace ya mas de un ano. Ano de anual, no el del culo… Lo que pasa es que el cargador de mi portátil se ha roto por lo que adiós portátil y adiós tildes (bendito autocorrector) y adiós a la letra «ene» pero con rallita encima. A ver cómo encuentro yo un cargador de Macbook en el medio del desierto…
Pero bueno, a lo que iba: que este texto lo escribí hace muchísimo tiempo y hoy, que tengo la manana libre me apetecía publicar fotos y textos en el blog. Pero como no puedo acceder a mis fotos… me he limitado a escribir. Y revisando las entranas del blog me he encontrado con este post que jamás llegué a publicar y que me parece de lo mas tierno (!y tiene fotos! 😜).
Así que nada, disfrutad de este trayecto en ferry por mis recuerdos 😊
Día 25 de viaje (30 de enero de 2018): después de haber viajado durante casi un mes por la isla sur, tocaba decirle adiós. Esto es lo que escribí ese mismo día en el trayecto en ferry que une ambas islas:
Ferry Picton-Wellington (30 enero 2018)
Aquí estoy, escribiendo. Triste. Melancólica. Debería haberme puesto calcetines y pantalones largos, el aire del ferry está muy frío. Miguel juega con el móvil a mi lado y de fondo oigo un gran ronquido probablemente masculino.
Todo está en calma. El ferry se mueve muy suavemente. Cuasi sigiloso.
He conseguido un asiento amplio, cómodo y junto a la ventana, por lo que puedo hacerme un ovillo humano y envolverme en mi chaqueta. El sol brilla y el mar es intenso y azul y ocupa toda la ventanilla. Todo es azul hasta donde alcanzan mis ojos.
El mutismo ha llegado a mis cuerdas vocales, paralizándolas. Sólo puedo mirar por la ventana y pensar.
Y recordar.
“¿Por qué me siento triste, Miguel? ¿Por qué siento que se acaba un viaje en lugar de emocionarme por empezar otro?”.
“Ya te lo dije cuando vivíamos en Murcia, con lo emocional que eres viajar te va a costar mucho”.
“¿Pero por qué me siento así?”.
“Eres emocional. Pero eso es bonito, es parte de tu magia, de tu cariño por las ciudades, es bonito”.
“Pero es difícil” pienso sin poder abrir la boca y soltarlo.
El mar está hermoso. Nada que ver con cuando llegamos a la isla sur. Aquel día tuvimos una tormenta horrible. Eran las tantas de la madrugada y hacía tanto viento que creía que saldríamos volando, y estábamos tan cansados que dormimos todo el trayecto.
Pero esta vez es distinto.
El sol brilla fuerte y el mar… está hermoso. Hasta veo un pequeño arcoíris en las faldas marinas del barco.
“Ahora sí puedes decir que mereció la pena”.
Al principio no comprendo a qué se refiere Miguel, pero poco a poco voy pillando el sentido de la frase. Desde que escribí el post de año nuevo, Miguel y yo nos hemos prohibido utilizar la frase “merecer la pena” y la sustituimos por “mereció el esfuerzo/la inversión/el tiempo/la paciencia” o derivados que nos eviten la necesidad de sentir tristeza para conseguir o valorar las cosas buenas de la vida.
“Ahora puedes decir que, aunque te de pena, mereció el viaje. Viajar es esto, decir adiós. Ahora mismo te sientes triste pero a cambio has tenido veinticinco días de viaje. Merece la pena, ¿no?”
Supongo que sí, que merece la pena.

Pero cuanto más lo pienso más triste me pongo. Nos recuerdo llegando a la isla sur sin saber con qué nos encontraríamos, nos recuerdo en nuestros primeros días de trabajo con agujetas en cada extremidad, recuerdo a las vacas y lo preciosas que estaban cuando el amanecer las teñía de rosa… estaban sencillamente fabulosas. Recuerdo lo bien que nos acogieron en la granja, como si fuéramos de la familia, pasando las Navidades juntos (haciendo una barbacoa, jugando al críquet y viendo un mundial de dardos). Nos recuerdo yendo a Lumsden a por helados, y a Gore cuando nos apetecía KFC. Nos recuerdo pasando la Navidad en Bluff en la Dama (nuestra van). Nuestras primeras navidades en el hemisferio sur con bikini y gorrito de Papá Noel. Nos recuerdo felices y tranquilos.
El viaje recorriendo el país por 25 días ha sido espectacular. Pero es que la isla sur ha sido más que eso. Ha sido mucho. Y me alegro que haya ocurrido pero me entristece que se acabe. Aunque tampoco lo quiero para siempre.
Es raro.
Es triste.
Es difícil.
Es decir adiós.
Pero mereció la pena.
Falta poco para llegar a Wellington. Quiero subir a la azotea, me apetece sentir la brisa del mar.
Subimos y ahora el azul del mar nos rodea en 360º. Hasta que lo veo. Allá, en el horizonte, lo veo. Edificios… Me sorprende el sorprenderme. Este es el momento en el que me doy cuenta de lo rural que es la isla sur de Nueva Zelanda.
¡Edificios! ¡Estoy viendo edificios!
Y noto cómo cierta energía eléctrica recorre mi cuerpo. Noto la adrenalina en mis venas. Noto que mis extremidades se tensan y cogen fuerza, que el pulso se me acelera, que estoy ansiosa, inquieta, impaciente, que los edificios se hacen más grandes, más altos, más presentes, que son inminentes que nos acercamos que YA.
Y con una sonrisa comienzo a dar saltitos de emoción e impaciencia, porque una idea, una palabra, se ha cruzado rápida como una flecha por mi mente:
A V E N T U R A
Wellington me estaba recordando que todavía quedaba mucho por viajar y conocer, por experimentar, por explorar. Que no hay tiempo para lamentarse, que es hora de seguir viajando.
La aventura continúa.

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